El invierno es la noche de las estaciones.
El momento del
silencio y la introspección.
Aunque es de día, está oscuro y se oye una lluvia incesante,
sin viento, que arrulla.
Me hace rememorar, una vez más, mi infancia.
Aquellos
domingos en que nos levantábamos con un nudo ya en el estómago, pues los
domingos es lo que tienen, y lo primero que hacíamos era arrimarnos al fuego y
mirar por la ventana.
Aquel cielo oscuro, plomizo, cargado de lluvia, la tierra
ya empapada de tanta agua.
Lo hipnótico de las gotas sobre los charcos.
La
pereza que envolvía una burbuja de ansiedad infantil.
Añorar el sol al mismo
tiempo que ejercitábamos la resignación invernal.
Las horas interminables que
acababan en el abismo del domingo por la noche.
Intentar esquivar las
obligaciones que te sacaban de casa. Rezar para que a tu madre no se le
ocurriera alguna actividad que te alejara del calor de la cocina y tener que
ponerte tanta ropa que casi no podías moverte para, igualmente, pasar el día
helada. Un frío que entristecía.
Tebeos y libros eran el refugio, si no se cortaba la luz.
Las emisiones televisivas eran escasas cuando se sintonizaban, pues el mal
tiempo hacía de las suyas en repetidores y líneas eléctricas. La creencia de
que leer con la luz de las velas era nefasto para los ojos, me dejó noches
eternas consagradas al esfuerzo de dormir y soñar.
Hubo un tiempo en que el recuerdo constante de mi niñez me
desasosegaba. Ahora, en cambio, me resulta como un bálsamo reparador. Que
aromas, sonidos, luz, te lleven sin esfuerzo a tantos años atrás… años en los
que tenías todas las páginas del tiempo por escribir.