lunes, 28 de diciembre de 2015

Solsticio de invierno

Desde las montañas, entre ellas, bajo ellas, a su abrigo.

Montañas altaneras y majestuosas que te miran por encima del hombro, porque pueden, y aun así, no te hacen sentir pequeña, te hacen sentir libre. Muy libre.

Montañas que entre ellas guardan secretos, valles maravillosos, barrancos helados, caminos soñados en sueños antiguos.

Y mientras nos miran, derraman sobre nosotros una energía mágica, sobrecogedora, que te hace desear volver a ellas una y otra vez.

Pero no te atrapan, te dejan ir, porque saben que dejándote ir es como te mantienen siempre cerca.

Déjame volar y volveré. Enciérrame y solo querré huir.

Así esperan ellas el invierno. Esa nieve que se va y vuelve cada año. Más tarde o más temprano.

Así volveremos nosotros. El uno al otro. Tarde o temprano. Está escrito. Y si no lo está, ahora lo escribo yo.

Como los cristales de esa escarcha, cada día es único y si seguimos añadiendo uno sobre otro, obtendremos ese paisaje de ensueño, que durará lo que tarde el sol en acariciar esa grieta entre montañas, o lleguen las lágrimas en forma de lluvia a llevarse el recuerdo de lo que fuimos... pero mientras tanto, la belleza impregna nuestras vidas de felicidad y las montañas esperan nuestro regreso.

Hemos dejado atrás el sol de invierno y la luna llena en pleno solsticio, testigos de nuestra pasión.

No hay distancia.
Solo luna y sol y estrellas.
Sobre las montañas.
Las nuestras.